Mauro Libertella – Mi libro enterrado

$ 24,800

Colección Poesía y Ficción Latinoamericana ‖ 80 páginas ‖ 14 x 21 cm.

A

«¿Cómo lidiar con un legado, cómo constituirse a partir de un sustrato que mezcla prescripciones, dotes, y lo que nunca hubo, lo que ya nunca habrá? Mi libro enterrado, el debut literario de Mauro Libertella, se interna en esa tierra ambigua, a ratos dolorosa, abierta a epifanías que son la transfiguración de ese dolor. El caso es el de un padre que es a la vez un escritor de culto –Héctor Libertella, fallecido en 2006- cuya obra gravita en el canon excéntrico de nuestras letras, y el hijo que creció a la sombra del árbol de su literatura, y que en algún momento se propone escribir».

Mario Nosotti

Adquirí Mi libro enterrado, de Mauro Libertella en hasta 12 cuotas sin interés y recibilo en la comodidad de su hogar. Además, llevando cinco libros o más, el envío es gratis a todo el país y también, comprando 3 o más, en CABA.

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Prensa:

ISBN: 9789871474790 Colección: Etiqueta:

Descripción

Colección Poesía y Ficción Latinoamericana ‖ 80 páginas ‖ 14 x 21 cm.

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«¿Cómo lidiar con un legado, cómo constituirse a partir de un sustrato que mezcla prescripciones, dotes, y lo que nunca hubo, lo que ya nunca habrá? Mi libro enterrado, el debut literario de Mauro Libertella, se interna en esa tierra ambigua, a ratos dolorosa, abierta a epifanías que son la transfiguración de ese dolor. El caso es el de un padre que es a la vez un escritor de culto –Héctor Libertella, fallecido en 2006- cuya obra gravita en el canon excéntrico de nuestras letras, y el hijo que creció a la sombra del árbol de su literatura, y que en algún momento se propone escribir».

Mario Nosotti

Adquirí Mi libro enterrado, de Mauro Libertella en hasta 12 cuotas sin interés y recibilo en la comodidad de su hogar. Además, llevando cinco libros o más, el envío es gratis a todo el país y también, comprando 3 o más, en CABA.

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Prensa:

Fragmento

 Yo tendría doce, trece años, cuando empecé a inferir la inclinación de mi papá por el alcohol. Lo veía siempre con un vaso en la mano y una botella cerca, pero entre la inocencia natural de la edad y su propensión a invisibilizar el vicio, la recurrencia no cobró mayor peso. Alguna vez le saqué un trago de su coca cola, a media mañana, y cuando lo probé me sorprendió el arrebato de un whisky inesperado.
Cuando vivíamos todos juntos, mi hermana, mis padres y yo, él guardaba una damajuana enorme en un mueble de la cocina, y cualquier testigo atento podía ver cómo esos largos litros de vino tinto bajaban con la velocidad con la que se desencadena un tsunami. Tal vez yo de chico pensaba que mi papá siempre tenía mucha sed. De grande entendí que era alcohólico.
Con el paso de los años la adicción se fue profundizando y hacia 1996 decidió ir a Alcohólicos Anónimos. Todas las noches, después de trabajar y antes de llegar a casa para la cena, manejaba hasta las instalaciones de un hospital público, en Barrio Norte, donde funcionaba el grupo de contención. A veces cuando volvía contaba alguna anécdota, pero nunca se explayaba demasiado. Durante esos meses cenaba con jugo de naranja; tomaba vasos y vasos como si de pronto lo hubiera dominado una sed infinita. La aventura con Alcohólicos Anónimos duró algo más de un año, pero papá tenía recaídas cada vez mas frecuentes, y llegó a esconder botellas de whisky y cognac en los cajones de su escritorio o entre la ropa del placard. Al final, un día, dijo basta al grupo de contención. A los pocos meses mis viejos se separaron.