Fragmentos de Fogwill, una memoria coral

En Fogwill, una memoria coral, Patricio Zunini enhebra con lucidez voces tan contrastantes como las de Alberto Laiseca, César Aira y María Moreno para evocar al creativo loco, al padre abnegado, al crítico mordaz  y a la restante multitud de facetas que, en paralelo, supo desplegar uno de los escritores argentinos más relevantes de los últimos treinta años. Transcribimos a continuación los testimonios de Inés Fernández Moreno, Sergio Bizzio, Francisco Garamona y María Moreno.

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Patricio Zunini, Fogwill, una memoria coral, Mansalva, 2014

INÉS FERNÁNDEZ MORENO. Al lado de otras agencias en donde yo había trabajado, Ad Hoc era una agencia muy loca. Había una cruza de gente paqueta de zona norte con personajes diversos. La recepcionista era Sandra Russo, que parecía un dibujito animado: todo el tiempo estudiando, con unos anteojos enormes. Emilio Del Guercio, ex baterista de Almendra, era el director de arte y era de lo más serio que había en esa agencia. Hacíamos fotos con Jorge Revsin. También estaba Punto Botana y había un tipo que hacía producción, que no me acuerdo cómo se llamaba pero que era un amigo de Fogwill del mundo de la navegación. Los redactores éramos Alan y yo. Y estaba Santiago Álvarez Forn, que era el socio. En esa época le decían el Loco Fogwill o Quique —a él no le gustaba que le dijeran Quique— pero resultaba, efectivamente, bastante “loco”. Yo creo que la época y la publicidad admitían la figura del “loco creativo”, tipos que hacían lo que se les cantaba, que iban a reuniones con empresarios muy formales y podían hacer cualquier cosa o cualquier desplante. A mí me producía una mezcla de atracción, admiración y miedo. Tenía una inteligencia pinchuda y te largaba cosas muy fuertes. Pero también era encantador. Era singular, distinto. No era un tipo tradicional, protector y seductor. Era seductor pero a través de esta mecánica. Consumía cocaína muy libremente adelante de todo el mundo. Tenía abierto su escritorio, vos entrabas y se estaba dando un saque. Te ofrecía café, cigarrillos, yerba, coca: estaba todo disponible. Pasaba mucho que tocaba la guitarra o nos recitaba sus poemas a Alan y a mí. En esa época estaba escribiendo El efecto de realidad. Trabajábamos con el mundo de los cigarrillos, teníamos la cuenta de Nobleza Piccardo. Era una cuenta muy importante, un cliente grosso. Había otros, pero ninguno tan importante como Nobleza. Él hizo el eslogan “El sabor del encuentro” —que después quedó para la cerveza Quilmes— para una marca de cigarrillos. Había inventado uno que era “Qué me propone tu Pall Mall” con un comercial de dos tipos en una avioneta, que se lo criticaron porque era medio gay. También trabajamos con los cigarrillos Vanguard. Quique no era muy bueno como publicitario. Era más un intelectual, pensaba en esa órbita. Teóricamente venía del área de creatividad, pero no era un creativo como Gabriel Dreyfus —al que también llamaban “el loco Dreyfus”. La opinión de Fogwill era en términos interpretativos. Era muy suspicaz, muy inteligente, pero lo que se le ocurría se quedaba un poco al margen de lo que podía funcionar publicitariamente.

FRANCISCO GARAMONA. Quique venía todas las tardes a mi librería La Internacional Argentina, que en ese momento estaba ubicada en Honduras y Uriarte. Él estaba con los hijos más chiquitos llevándolos y trayéndolos y pasaba dos o tres veces por día, estacionaba el auto en la puerta, bajaba, se llevaba algún libro, comentaba algo, hablábamos un rato, se iba y volvía cuando iba a yoga o a natación. Nos fuimos haciendo amigos y cada tanto le pedía un libro para publicarle en Mansalva, pero siempre me decía que no tenía nada. Un día me pidió que lo ayudara a hacer una mudanza. Lo ayudé con los canastos, le compré libros para la librería y entonces le dije que quería hacer un trabajo de recopilación de sus ensayos y notas periodísticas: Los libros de la guerra era algo que estaba en el aire, alguien tenía que bajar esos textos en algún momento. El “Fogwill polémico”, el “Fogwill francotirador” era una cosa mítica que no tenía sustento porque o los textos no se conocían o los habían leído sus contemporáneos en los años ochenta, pero la generación siguiente no había tenido acceso a ese material. El trabajo fue largo. Él me pasó una caja enorme con fotocopias y originales, fui a hemerotecas, fui a librerías de viejo a buscar revistas, mandé mails a amigos. Todas las mañanas me sentaba en casa a tipear, armé el libro, se lo presenté y él rebotó un montón de cosas que después, para la segunda edición, se las volví a presentar y me las aceptó todas. Entre la primera y la segunda edición hay unos cuarenta o cincuenta textos que no estaban y que para mí eran muy importantes, como un texto sobre “Muchacha, ojos de papel” o uno sobre la llegada de los sex shop a la Argentina. En la segunda edición incluimos la sección “Taller mecánico” que es donde él le corrige el cuento “Los bobis” a Gustavo Nielsen. Es como una clase magistral de literatura, del arte de escribir. Ahí ves cómo pensaba, es el registro vivo de su pensamiento en acción. En ese libro está todo el ideario estético-político de Fogwill y toda su operación sobre la literatura argentina. Él es uno de los primeros que habla de Copi. Trabaja sobre la obra de César Aira cuando Aira era casi desconocido. Es el primero en hablar de Laiseca, de Marcelo Cohen, de Héctor Viel Temperley, de Leónidas y Osvaldo Lamborghini, de Perlongher. Él decía que con esa construcción había instaurado un canon: “Armé ese canon para meterme adentro”. Los libros de la guerra es fundamental para la comprensión de su obra.

SERGIO BIZZIO. En un momento Quique se quedó sin casa y se vino a vivir a la mía. Debe haber sido en mil nueve ochenta y uno o mil nueve ochenta y dos, no estoy seguro. Me preguntó si podía quedarse un par de meses, le dije que sí y se quedó un año. Si no me equivoco, en esa época había publicado dos libros de poemas y Mis muertos punks. Y creo que también Música japonesa. Él tenía unos cuarenta años, pero ya era Fogwill: la gente le tenía miedo. Conmigo era muy afectuoso, casi paternal. Nos hicimos muy amigos. Todo el mundo sabe lo despelotado que era Quique, lo rompía todo, desarmaba las cosas, la computadora, las lapiceras, lo que fuera, pero en mi casa, curiosamente, fue muy ordenado. Se tendía la cama, lavaba los platos. Cuando mis viejos venían de visita comía con nosotros y hacía sobremesa y se mostraba contento y amable. Mis viejos lo querían mucho y él también a ellos. En casa nunca tomó cocaína. Yo lo vi tomar rayas del tamaño de una caña de bambú, pero nunca en casa. Tomaba mate y sol; le encantaba tomar sol en el balcón. Antes de que él se viniera a vivir a casa, estuvo unos meses conmigo Jorge Di Paola, Dipi. Dipi era un tipo muy inteligente, brillante, y desbolado a la par de Quique, con la particularidad de que a Dipi se le daba por la cocina. Dipi cocinaba y quedaban rodajas de papa sobre el teléfono. Le gustaba hacer tucos y salsas y todo se le hervía y salpicaba por todas partes. Se duchaba y salía sin secarse, una cosa rara. Sé que en la casa de Roberto Jacoby había levantado el parquet entre el baño y el living de tanto mojarlo. Quique me decía: “Tenés que echarlo a este vago hijo de puta, es un desagradecido”. Él era igual de caótico, pero tenía esa cosa del agradecimiento que lo volvía muy respetuoso y cuidadoso. En esa época yo estaba de novio con la que ahora es mi ex mujer, Annette, la madre de mi hijo, y un día que Quique se quejó de un dolor en la espalda o en el cuello Annette le enseñó unos ejercicios de elongación. Yo me uní a la clase. Durante dos o tres semanas cada vez que Annette venía a casa nos daba una clase de gimnasia en el living. Después decidimos hacer la misma rutina al aire libre. Yo vivía en un departamento en Anchorena y Juncal. Bajábamos por Anchorena, agarrábamos la calle Agote y desembocábamos en la plaza del Museo de Bellas Artes. Todos los días, a eso de las diez u once de la mañana, íbamos a un costado del Museo y hacíamos una o dos horas de gimnasia. Los dos hacíamos exactamente los mismos ejercicios. Un día estábamos elongando, con las piernas abiertas y el torso a cuarenta y cinco grados, una posición bastante ridícula, y vemos que de abajo de la tierra sale una cabeza. Sale a nivel del pasto. Una cabeza muy peluda, muy barbuda. Era un tipo que vivía en un pozo. Se nos quedó mirando. Un rato después el tipo salió y se fue y con Quique nos asomamos al pozo. Era un pozo grande, como de dos metros de profundidad por dos de ancho. Creo que era algo relacionado con el sistema de regulación de la temperatura del museo, porque había algo parecido a un motor, con unos tubos, no sé. El tipo vivía ahí. Lo vimos muchas veces. Se cubría con una chapa. Empezamos a ver un mundo de linyeras que bajaban cuando nosotros llegábamos. A veces eran diez, a veces quince, a veces veinte, sobre todo en primavera y en verano. Lavaban la ropa en la fuente y la colgaban en los árboles y se quedaban en calzoncillos tomando sol. Me acuerdo de uno que vivía en una fuente seca sobre Libertador que tenía hasta una biblioteca hecha con cajones de manzana, con diarios y revistas y algún libro, todo cuidadosamente ordenado. Yo empecé a escribir una novela que después publiqué con el título Más allá del bien y lentamente. Es el mundo de los linyeras entre el Museo de Bellas Artes y el Jardín Japonés. El mundo que vi mientras hacía gimnasia con Quique. Y al mismo tiempo Quique empezó a escribir una novela que ahora está perdida. Me acuerdo de la primera línea: “Sergio y yo bajábamos todas las mañanas por la calle Agote”. ¿Qué habrá pasado con esa novela? Una mañana fuimos a la plaza como siempre y descubrimos que el pozo había sido tapado y empezamos a darnos manija con la posibilidad de que lo hubieran tapado con el tipo adentro. Quique se empezó a indignar, quería denunciar al Museo y al Municipio, pero en determinado momento lo vimos sentado en el borde del piletón donde los otros linyeras lavaban la ropa. Él también se había quedado sin casa.

MARÍA MORENO. Había en Fogwill una pedagogía por el agravio. Fogwill se oponía a la legalización del aborto, de las drogas y del matrimonio gay pero no por simple golpe de efecto. En sus coqueteos fascistoides, o en sus eslogans reaccionarios, había siempre un punto de razón, cuando no el síntoma de un duelo patológico por la revolución. (Un trotskista es para siempre). Sus mejores libelos fueron los del principio de la democracia cuando les exigía a las buenas conciencias que se hicieran cargo de la complejidad de sus actos —sus efectos— en lugar de autoembelesarse en el conformismo de hacer con ellos meros ruido de ciudadanía. En los años postdictadura la denegación de toda violencia alcanzó las zonas más banales y los dichos de Fogwill solían jaquear un campo cultural en donde primaban las buenas maneras y sólo se agraviaba a quien no tenía el poder de ponerle una calificación en un examen, invitar a un congreso o negar una promoción: cuanto más timorato era el humillado más parecía gozar del agravio con risas que se adelantaban al guantazo como si el guantazo en lugar de interpelar fuera el fruto de un modo de ser (Fogwill), orgasmos masoquistas por la certeza de que, en el atacante, el ataque era una forma de reconocimiento —¡y la mayoría de las veces no era así!—. Cuanto más Fogwill defenestrara un lugar, una persona, más posibilidades tenía de que el lugar le abriera sus puertas, de que la persona se sometiera a su servidumbre. Como publicista él sabía que las razones eran varias, todas a su favor. Si el humillado devolvía bien por mal era: uno, para evitar un agravio mayor; dos, para dandyar fingiendo que no le importaba; tres, para hacer uso de la marca Fogwill. Tengo tres imágenes de Fogwill. La primera: Me despierto aturdida, con la cabeza apoyada en algo blanco. Deduzco que estoy en la cama. Veo a Fogwill a dos centímetros de mí —casi puedo sentir su aliento—. Me mira con horror. No he salido del sueño pero la vigilia que se avecina me trae una alarma en dos décimas de segundos: me acosté con Fogwill y eso a Fogwill le horroriza. Levanto la cabeza con estupefacción y bronca. Fogwill me muestra el reloj que tiene en la mano y me grita pálido: “¡Epilepsia!” Reconstrucción de los hechos: Fogwill y yo estamos sentados en una mesa del bar La Paz. Él me lee un artículo de El País que describe una ceremonia de infibulación en África. Lo reproduzco porque recuperé el artículo en Internet: “Sientan a la niña desnuda, en un taburete bajo, inmovilizada al menos por tres mujeres. Una de ellas le rodea fuertemente el pecho con los brazos; las otras dos la obligan a mantener los muslos separados, para que la vulva quede completamente expuesta. Entonces, la anciana toma la navaja de afeitar y extirpa el clítoris”. Imposto una sonrisa de indignación militante. “A continuación —sigue Fogwill— viene la infibulación: la anciana practica un corte a lo largo del labio menor y luego elimina…”, me zumban los oídos, se me nubla la vista, oigo entrecortadamente “…la carne del interior del labio mayor”. No puedo hablar, levanto la mano para que Fogwill se detenga pero sólo parezco estar haciendo el saludo nazi. “Luego la anciana asegura la unión de los labios mayores mediante espinas de acacia, que perforan el labio y…” Apagón. Fogwill me había tomado el tiempo de cinco minutos de desmayo y había apoyado su cara junto a la mía volcada sobre el mantel. Segunda imagen: Visito a Fogwill. Me muestra un bebé metido en la bañadera que está sentado y se aferra con una mano al borde. Fogwill le dice: “Cuidado feto que si no te agarrás, voy y te ahogo”. El bebé se mata de risa. Tercera imagen. Mi empleada doméstica correntina trabaja en lo de Fogwill, que le canta y le regala grabaciones de polkas y chamamés, le pregunta sobre su vida, los dos comparten recetas de chipá y discuten sobre las ventajas y desventajas de vivir en Florencio Varela, lugar que él parece conocer como un vecino. Un día, preocupada por mis propias finanzas, y quizás envidiosa, mientras le pago le pregunto cuánto le cobra a Fogwill. Me contesta: “Ah no, a Quique no le cobro: es un escritor”. En la primera escena Fogwill le muestra a una feminista porteña, la situación de la mujer en el tercer mundo, le hace constatar su cobardía política al no soportar un relato acerca del sufrimiento de una mujer y, al mismo tiempo, le hace probar mediante el relato una pizca de castración. En la segunda escena le enseña al bebé lo que es una ficción. Lo indican su tono, el hecho de que el bebé sepa como parece saberlo, que su padre, lejos de amenazarlo, lo está cuidando. Además, buen nadador, le enseña una responsabilidad sobre el dominio del agua, su técnica, mantener la cabeza afuera, permanecer sentado, sostenido por la mano que aún no sabe bracear. En la tercera escena lo que parece una explotación es un intercambio que se da fuera de las tareas domésticas: el reconocimiento de saberes que se pueden conversar en paridad con quien está en el lugar del superior jerárquico.