Tapa que no fue. Podrida o La garchofa esmeralda

Juan Laxagueborde, sociólogo, poeta y editor de Revista Mancilla, luego de acceder a la papelera de reciclaje de Mansalva, dio con la tapa descartada de La garchofa esmeralda de Alejandro Rubio. Este hallazgo lo llevó a discurrir sobre los proyectos artísticos truncos, el lugar de Javier Barilaro y la obra y personalidad de Rubio.

alejandro rubio
Tapa descartada de La garchofa esmeralda

Decidir es no decidirse a otra cosa. Hasta los que patentan inventos o quienes registran canciones en SADAIC, dejan de patentar algo porque no insistieron en la intuición o dejan de registrar una melodía porque se les perdió en la memoria. Lo mismo, cuando un diseñador boceta y arma esquemas. Alguna vez Alejandro Ros hizo públicas las pavaditas que iba haciendo en el Paint a mano alzada o como un niño en la hora de plástica, con tijera y papel glacé. Eran lo que es necesario desechar para que una idea se vaya integrando a lo concreto y vaya surtiendo efecto de realidad. Javier Barilaro acumula decenas de tapas que no fueron de la editorial Mansalva. Son los sueños perdidos del artista que nunca se volverán cosa porque los libros que pretendían ilustrar ya salieron, con tapa del propio Barilaro, pero con la decisión compartida con el editor y generalmente con el autor. Las ideas, locas, aburridas, geniales, repetidas, cuando se tienen que compartir se transforman. Todo grupo es una forma de la renuncia. Entre las de Barilaro hay algunas «que no fueron», que siguen siendo oro en bits, a las que solo habría que cambiarles título y autor para que zarpen y sirvan de vidriera para el contenido de un próximo libro. De hecho hay dos libros que tienen el mismo exacto boceto -una especie de batalla naval alucinada-.

alejandro rubio
Tapa descartada de Un guión para Artkino

Son Mis escritores muertos, de Daniel Guebel y Un guión para Artkino, de Fogwill. La particularidad es que ninguno de los dos terminó publicándose con esa tapa, la idea quedo confinada en la memoria de Barilaro y en la memoria de su computadora. Hay una de «las tapas que no fueron» que es particularmente imprevisible, táctica en su rareza y lamentablemente desechada. La tapa que están viendo es de un libro que terminó por titularse La garchofa esmeralda, que un traductor barato podría retitular «el alcaucil verde», sacándole conga, estilo y fuerza de lengua. El título del libro pudo ser, vemos, Podrida y otros textos. El de Rubio es un libro nervioso, siempre está explotando: por ser impío consigo mismo en «Autobiografía podrida», por rescatar la ternura trágica y la ilusión amatoria, rara en la literatura de Rubio, en el relato «Martina», o para terminar en un estallido en direcciones obsoletas y tremendas a la vez en el ensayo «La literatura argentina es el mal».

La cara de Rubio acapara la tapa que no fue y en ella hay varios signos a tener en cuenta: el cigarrillo, que no ilumina pero es la única luz que irradia del interior de la vieja sede de La internacional argentina, en El Salvador y Gascón. Están presente los anteojos gruesos que ocupan cuarenta por ciento de la cara de Rubio, logrando un efecto a lo Polesello si se mira la vereda tras una hendija que dejan. También su barba, que se nota porque se recorta entre las luces del afuera. Rubio está atendiendo las opiniones de alguno de los tertuliantes de una tarde en la librería, o está amasando con tranquilidad una frase inquisitoria sobre uno de los presentes, o sobre su moral o sobre sus gustos literarios. Esta tapa fue trocada poruna donde una mujer negra, emperifollada por alguna tradición de tipo religioso/cultural africana, ríe en tetas mirando a cámara. El recorte, la toma, es similar a la del retrato de Rubio y las tetas no importan tanto como un collar pesado, lleno de vueltas y vueltas que le adorna el pecho pero parece un calvario, un acogotamiento en potencia.

En el arco voltaico que representan las dos imágenes puestas en paralelo se entrelee la electricidad y el sopor de la literatura de Rubio. En La garchofa esmeralda está presente la escritura seca de frases cortas para decir que la propia vida, la vida amatoria y la vida de la literatura leída como política, son espasmos innecesarios. Porque toda la obra de Rubio va a definir que lo que vale es la venganza, no el consenso, la lengua rota, no el paladeo sacro, la pena llevada con benevolencia, no la creencia en un rol social determinado. En su actitud de poeta ya trascendido por su propia obra genial y transgenérica, Rubio espera esa tapa descartada como un último libro de una serie que ya lleva veinte años, el último cañonazo, el último matiz de una forma, la última guirnalda para embellecer imbéciles. Rubio es un escritor central, un hombre bueno y un porfiado en el arte de injuriar que podrá tener bajo esa portada lo más parecido a una obra epigonal. Sabremos algún día si ha de dedicarse a otras cosas escritas con mano cambiada. Como dice en Diario, “ahora escribamos un amanecer tal cual es”.