Cultura y Nación. Clarín, Buenos Aires, 4 de marzo de 1993
Por Hinde Pomeraniec
–Su nueva novela, Lo imborrable, ¿es una suerte de continuidad de Glosa?
–Cronológicamente, sí. Lo imborrable es como el reverso negro, la parte oscura de Glosa. Este libro empieza en el momento en que la otra novela termina con la depresión de Tomatis, pero ahora como protagonista. Y, en realidad, es la salida de Tomatis de esa depresión. Claro que lo hace para entrar en otro infierno, pero ese es otro problema, ¿no? Cuando terminé de escribir Glosa ya quería hacer esta novela, es decir que la venía pensando hace mucho tiempo. Escribirla me llevó cerca de tres años.
–En algún reportaje usted habló precisamente de Glosa como de un texto escrito en tono de comedia ¿qué pasa en este caso?
–Bueno, yo creo que acá se da algo de eso también. Pero esta es una comedia un poco más negra. Hay ciertas diferencias, por supuesto. La otra es una suerte de recuerdo de juventud, transcurre en primavera, etc. Esta, en cambio, transcurre en invierno. Son como notaciones del exterior que contribuyen a crear una atmósfera en la novela. Además podés abonar en tres cuotas sin interés con tarjetas bancarias en compras superiores a los $20,000 y, como transcurre durante la dictadura militar, tenía que haber necesariamente otro clima, otro ambiente y yo quería comunicar eso, entonces traté de hacerlo de la manera más indirecta, que es como realmente se perciben los hechos políticos y sociales cuando uno no es protagonista. Por eso, por ejemplo, a Negri, el torturador, se lo ve por televisión. Yo a todos los torturadores en la Argentina siempre los he visto por televisión.
–Hasta no hace mucho se hablaba del fin de las ideologías. Sin embargo, esta novela, como muchos, de sus libros, abunda en referencias políticas. ¿Cómo alimenta lo político su narrativa?
–Bueno, para mí, en ese momento, la política tiene menos que ver con dogmatismos programáticos que con una cierta concepción de la ética. De todos modos debo decir que yo no comparto todo lo que dice Tomatis. Como siempre les digo a mis alumnos: todos los autores de novelas policiales no son asesinos despiadados. Tomatis cuesta las cosas desde su punto de vista.
–Con una especie de coherencia interna (el cinismo, la amargura de su escepticismo) de tantos años y tantas obras suyas en las que aparece como personaje.
–Claro. Algunas cosas de sí mismo o las que dice al pasar ya forman parte de cierta ideología. Justamente, en cuanto al fin de las ideologías me parece que es otra ideología, y que además ya nadie cree demasiado en eso. ¿Qué es la administración Clinton sino el retorno de la ideología?
–¿Cómo es la experiencia de vivir tantos años cerca de los mismos personajes? Para sus lectores ya hay como una especie de familia literaria Saer.
–Esto tiene que ver con la idea de querer completar un mundo cerrado. Que al mismo tiempo es abierto, ¿no? El hecho de que yo trabaje con una periodicidad cronológica más bien reducida me permite introducir cada vez otros segmentos narrativos de la vida de los personajes. Además podés abonar en tres cuotas sin interés con tarjetas bancarias en compras superiores a los $20,000 y, sirve también para mostrar que el desarrollo de un personaje de un principio hasta el final ya no es un dato novelístico actual. Lo fue en su momento. Por su puesto que a mí me encantan las novelas de Dickens o Thackeray, Barry Lyndon, La feria de las vanidades.
–¿Entonces?
–Que lo hice así, y bueno. También me preguntan siempre por la ambientación de los relatos en Santa Fe. Qué sé yo, ahora tengo la impresión de que la gente le gusta escribir más una novela que transcurre en Calcuta y otra en Nueva York o China.
–En Lo imborrable Tomatis tiene una serie de encuentros con Alfonso y Vilma, una extraña pareja que está a cargo de una distribuidora de libros. Usted vendía libros en una época. Eso le habrá servido como experiencia, supongo…
–Sí, por supuesto. Yo trabajé varios años para una distribuidora que se llamaba Atenas. Cuando empecé la novela, me pareció que Bizancio (el nombre de la empresa de Lo imborrable) era más lindo. Claro que en aquellos tiempos no existían los sistemas modernos de márketing.
Me acuerdo que una vez yo estaba vendiendo una colección de catorce volúmenes, creo que de Plaza y Janés. Visitando gente llegué a la casa de un dentista que me dijo: “A ver cuál tiene”. Y yo le mostré. Una era azul, otra era verde, qué se yo. El dentista, al tiempo que las miraba, dijo: “Y, la verdad que la verde está linda…Deme los catorce.” Para mí fue una venta espectacular, pero el tipo ni se había fijado en lo que decían los libros.
–Con esta novela volvió a escribir en primera persona. ¿Por qué?
–Con Lo imborrable yo quería hacer una especie de relato lírico. Pero no en términos de exaltación de los sentimientos, que también está en la novela, sino una lírica negativa. Una especie de percepción del mundo desde lo interior pero, al mismo tiempo, una percepción de lo interior. Esa suerte de sentimiento de despersonalización que hay actualmente, que es un poco un fenómeno universal y que solo los dogmatismos oscurantistas no pueden ver. Sabemos que lo esencial de la vida de nuestro tiempo, del individuo de nuestro tiempo, es la despersonalización y yo quería escribir sobre eso porque lo siento así.
–Hace más de quince años, en un reportaje del diario La Opinión usted dijo que si en la Argentina un escritor vendía más de tres mil ejemplares seguramente se trataba de un error.
–Eso habrá sido alguna maldad contra alguien. Porque a mí, algunos de los colegas de aquí que venden mucho me critican una especie de intelectualismo. Pero es un problema de temperamento. Yo soy totalmente consciente de que se puede escribir de cualquier manera. Hay escritores que ni siquiera han leído mucho y sin embargo escriben cosas que son sorprendentes. Pero a mí sí me gusta leer. Leo cosas de crítica, en otra época leía mucha antropología, sociología. Incluso había empezado estudios de filosofía. Y de todo eso, bueno, en fin, yo no puedo esquivar las preguntas, las interrogaciones que surgen de esas lecturas.
–Más allá de la maldad de entonces: ¿qué piensa de los escritores que venden muchos libros?
–Creo que no hay normas. Lo que sí pienso es que en literatura, como en cine, hay dos tipos de público. Eso que decía Cortázar del lector macho y del lector hembra en Rayuela. Hoy yo no lo diría así porque me atacarían por sexista. Claro que a lo mejor yo soy mucho más sexista que Cortázar, pero me cuido más. Para qué correr riesgos, ¿no?
–Estaba hablando de los dos tipos de lectores…
–Sí. Hay lectores a los que no les interesa la literatura y con el cine pasa lo mismo. Hay un público al que no le interesa el cine, pero que sin embargo va al cine y produce grandes éxitos de taquilla. Después está el público de los verdaderos cinéfilos, con criterio selectivo y una educación cinematográfica. Y yo creo que es mejor, aunque sea más reducido, ese público.
–Suena algo contradictorio. Porque se supone que todo aquel que escribe y publica un libro quiere ser leído, y además, porque de esta manera estaría avalando los argumentos de aquellos que piensan que usted es un escritor difícil que escribe para unos pocos.
–Yo creo que los libros o películas que parecen muy difíciles en el momento que aparecen, después, con el tiempo, si son buenos, se vuelven transparentes. No quiero decir que con mis libros pase lo mismo, sino que lo digo para justificar ciertas búsquedas que, si son pertinentes, corresponden a una verdadera percepción de la época. Por ejemplo, ya nadie le tiene miedo al Ulises, de Joyce, o a Mientras agonizo, de Faulkner, o al El sonido y la furia, que en su momento no se entendía nada. Esos escritores que dicen que hay que escribir fácilmente, para el público, pretenden ser representativos del público y en realidad no representan nada. Son los autodenominados “escritores populares”.
–Apostando a esta suerte de decantación en el tiempo, ¿no se corre el riesgo de que el lector abandone la lectura en las primeras páginas?
–Voy a contarle una experiencia interesante, que me ocurrió en Francia. Un día me invitaron a dar una charla en un pueblo de los alrededores de una ciudad importante. Cuando llegué, el público estaba compuesto por campesinos que habían organizado una especie de velada argentina, con una exposición de mates y yerbas. ¡Yo empecé hablando de literatura y terminé explicando cómo se tomaba mate! Después, en
el diálogo con el público, una señora, maestra jubilada, lectora pero, podríamos decir, lectora ingenua, me dijo: “Mire, yo el primer libro suyo que compré es Nadie, nada, nunca. Y bueno, empecé a leerlo y no entendía nada. Pero me dije, ‘no es posible, tengo que leerlo’. Entonces dejé pasar un par de semanas y volví a intentarlo. A medida que iba leyendo, iba entendiendo y el libro me apasionó”. Y me dijo esto: “Usted no es un escritor difícil. No tuve que ir ni una sola vez al diccionario”.
–Usted entró a la literatura con, por lo menos, dos escándalos. Uno fue un cuento publicado en un diario de Santa Fe y que fue acusado de pornográfico. El otro, su participación en un congreso de escritores en Paraná, allá por el ‘63. ¿Por qué no me cuenta algo sobre eso?
–Esos dos escándalos fueron totalmente involuntarios. El cuento era la historia de dos prostitutas, en un cuarto, esperando a un cliente. Es un cuento más bien miserabilista, y en un momento dado una de ellas la toca a la otra, ¡y eso es todo lo que pasa! El diario se agotó, yo renuncié, la iglesia hizo escándalo y en Santa Fe me señalaban con el dedo. En el otro caso, yo había ido a Paraná a trabajar con Roa Bastos en un guión. De entrada nomás hubo algo que no me gustó. Dos o tres de los que estaban allí –que no podían ni lustrarle los zapatos– quisieron tomarle el pelo a Juan L. Ortiz.
–¿Juanele estaba en el congreso?
–Estaba ahí y había ido a recibir a su amigo Raúl González Tuñón que llegaba con el vapor. Fue una cosa magnífica porque lo fue a esperar vestido con su traje blanco y un sombrero de paja y a algunos tilingos de aquí, de Buenos Aires, les pareció ridículo. Bueno, eso ya no me gustó y no porque se tratara de Juanele: no me hubiera gustado con nadie. Después, en su exposición, alguien dijo que todos los escritores argentinos teníamos que ser solidarios, hermanos, etc, etc. Y a mí me parecía que eso era una falacia histórica, porque era ignorar lo que pasó entre Hernández y Sarmiento, entre Lugones y Macedonio Fernández o entre Boedo y Florida. Ahí la cosa se empezó a poner más violenta y los diarios tomaron la cuestión. Yo contestaba a todo y se armó una pequeña banda de imberbes insolentes que yo capitaneaba.
–¿Qué pasó después?
–La prueba de que yo no hice eso para hacerme famoso fue que Augusto Bonardo me llamaba todas las semanas desde su programa de televisión (La gente, un ciclo cultural de entonces) y me decía: “Juan José Saer, lo invoco para que venga a este programa. Ya le mandamos el pasaje de avión”, y yo nunca contesté. Hasta que un día, a las ocho de la mañana golpean a la puerta y ahí estaba Augusto Bonardo con las cámaras de televisión y ya no pude decirle que no. Pero después de eso hice todo lo posible por pasar inadvertido.
–¿Y qué quedó de esa insolencia?
–Recuerdos.
–¿La provocación pasa por la literatura propiamente dicha entonces?
–Claro. Yo hago lo que me parece que debo hacer en tanto que escritor: puede gustar o no. No creo en la universalidad de los gustos. Creo que una obra de arte lograda, es válida para todo tiempo y lugar. Si no, no podríamos leer a Hornero o a Shakespeare, o mirar un mosaico bizantino. Que le guste o no a la gente es casi un problema de suerte. Además podés abonar en tres cuotas sin interés con tarjetas bancarias en compras superiores a los $20,000 y, si no existiera la provocación, el relato se anquilosaría, se cristalizaría en formas estereotipadas y no habría ningún riesgo, ¿no?. Y si no hay riesgo, ¿para qué escribir?
–En Lo imborrable usted vuelve a plantear la cuestión de los límites del conocimiento y del realismo a partir, precisamente, de una novela de un tal Walter Bueno.
–Es que la mayor parte de las cosas que creemos que sabemos, solo creemos saberlas. Es un poco el tema de La ocasión. Allí, Bianco no puede saber, y no sabrá nunca, si el hijo que espera Gina es suyo o no. Ahora, probablemente, en alguna próxima novela mía aparezca un personaje al pasar, que ya lo tengo un poco pensado, una muchacha de apellido Bianco, en los años 20 y que será pelirroja.
–Se habló mucho de la lengua, cristalizada en el tiempo en la obra de Cortázar. ¿Cómo hace un escritor que vive en el extranjero para evitar ese proceso?
–Yo creo que lo que algunos le critican a Cortázar se debe a que su lengua se basaba mucho en el habla popular, cosa que yo no hago. La mía es una lengua más neutra. Esa búsqueda de un lenguaje popular demasiado basado en el habla inmediata puede perjudicar a una lengua literaria porque inmediatamente aparece como fechada. Desde que yo me fui, y de un viaje a otro de los que hago, son tantas las palabras nuevas y tantas las que dejaron de existir. Si se usan en literatura y después dejan de existir, el lector de dentro de veinte años va a tener que ir a un diccionario de arcaísmos. En ese sentido el extranjero es la mejor torre de marfil para un escritor. Sobre todo si se vive en un país donde no se habla su idioma. Yo nunca me iría a vivir a España, porque tendría miedo de que mi idioma se contamine.
–Usted suele decir que la literatura puede hacerse cargo de otros discursos.
¿Cómo es eso?
–Yo creo que la literatura tiene una responsabilidad estética pero una suerte de irresponsabilidad filosófica. A causa de sus debates con la ciencia, hay ciertas cosas de las que la filosofía ya no puede hacerse cargo. Entonces la literatura puede tomarlas porque no tiene ningún tipo de responsabilidad conceptual o sobre todo metodológica. Es otro rigor, que está en la construcción, en las emociones, en lo verbal. Podríamos decir que la literatura tiene sus propios protocolos. Por ejemplo, el casualismo de Tomatis es casi una caricatura de filosofía. Tomatis es un personaje ético pero con mucha mala fe, también. Mala fe en el sentido en que piensa que está frente a un mundo en el que no hay que ser demasiado bueno y hay que atacar. ¡Ya estoy hablando de mis personajes como si fueran personas, cosa que siempre he detestado en los autores!
–Sus libros frecuentan la década del setenta. ¿Tiene pensado escribir algo en relación con la contemporaneidad más reciente?
–Si, por qué no. Mi próxima novela transcurrirá en la actualidad, bueno, en los últimos siete u ocho años. La actualidad me interesa en tanto que actualidad metafísica o espacio temporal, no en cuanto a actualidad histórica. Porque nunca sabemos cuáles son los acontecimientos importantes. Mis novelas me llevan mucho tiempo y se me pasa la actualidad: las cosas se me pasan de moda en el lapso de la escritura.
–¿De qué trata esa próxima novela?
–De la guerra de Troya.
–¿Cómo?
–Sí, nuevamente la historia tiene que ver con un libro y va a estar ambientada en Santa Fe, una vez más. Pero tengo también otros proyectos. Uno es una novela más grande. Otro es una serie de textos más cortos, veinte páginas más o menos, y algunos ya están en borrador. Van a ser como los “Argumentos” de La mayor pero más largos. Y ahí sí voy a poner un poco de todo, cosas actuales, cosas exóticas. Los voy a ambientar en lugares diferentes. En realidad, no se si me quedará tiempo para todo esto: tan jovencito no soy.
–La verdad, Saer: ¿qué espera de sus libros?
–Que gusten, que duren, que queden. Me gustaría ocupar un lugar, pequeño aunque sea, en la literatura argentina. Me gustaría formar parte de la literatura argentina.
- Agotado
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