Transcribimos a continuación Autoconocimiento, un capítulo de Estamos Unidas, de Marina Mariasch.
Estábamos en lo de Matías cuando a Esti se le ocurrió la idea. Habíamos fumado un porro gordo porque Mati armaba mal, con los dedos torpes y el papel arrugado. En cambio, Esti armaba unos finitos iguales a su pija. Pero había armado Mati porque era su semilla y quería hacer alarde. Era una idea no tan idiota como las que suelen salir cuando uno está fumado. No involucraba relaciones de parentesco entre Alf y Narizota. No tenía que ver con la pregunta acerca del destino final de los espermas perdidos en el universo. Ni siquiera incluía sexo.
Esta vez, Esteban había sintonizado con su faceta etrusca y se le ocurrió un negoción. Yo lo vi por primera vez como alguien digno de mi amor: los ojos le brillaban y fue fácil imaginarlo con un auto también lustroso, pasándome a buscar para agarrar la ruta sin saber destino, y con camisa. Pero al final, como siempre, el negocio nos alejaría. Todo empezó esa noche, en la casa de Mati, con Esti y conmigo, y desde el principio estuvo claro que alguien estaba de más.
A todas luces se veía el esfuerzo que hacía Esteban por ser bueno, pero no le salía. Algún dolor profundo que los demás desconocíamos había sembrado en él la semilla de maldad que no podía impedir brotar. Había que convencer a Mati, un gordito de piel gruesa que no salía casi nunca de la casa porque ahí tenía todo lo que necesitaba. Pero era Esteban el que iba a salir forrado de esta y Matías el que se iba a ensuciar las manos con tierra.
Y esto era literal, porque Matías tenía en el balcón de su habitación una pequeña plantación de marihuana que cultivaba con todo el amor que conocía y podía dar, y Esteban quería cosecharla y venderla en la escuela, cara y sin costo ni gastos. No era una idea nada genial, como todo lo que se nos ocurría. Matías vivía en un departamento con parquet y alfombras de lana, olor a cera, una mucama de años que le conocía el pito. En el living había libros y un piano con teclas de marfil que Mati tocaba desde los dos años. Eso lo salvaba: el piano y la piel aceitunada.
Daba toda la impresión de que los padres tenían relaciones; entre ellos o con otros adultos, eso no importaba. Lo que estaba claro era que se ocupaban de ellos mismos: Lydia, de su permanente y sus blusas de seda; Rubén, de su tabaco y el golf; los dos, de los congresos y el sexo. El tiempo corría lento y pesado, como el sol a través de cortinas de terciopelo. En el cuarto de Mati había un póster con un mono vestido de vaquero que debía estar ahí desde su nacimiento.
Los padres de Esteban estaban separados y él vivía con su mamá y su hermana en un departamento de mampostería liviana y barata. En su casa no había casi nada más que una mesita baja de hierro y vidrio con un par de velas que no nunca habían sido encendidas. Esteban pasaba muchas horas del día peleando por el control remoto con la hermana, una chica un par de años menor que él que sabía ponerlo nervioso estirando el chicle cerca del oído y señalándole los granos. Esteban era lindo y muy blanco y tenía algunas pústulas rojas en la piel de la cara.
En una época pasé varias tardes en lo de Esteban. Era como ser los dueños: no había adultos, no había ley. La hermana de Esteban llevaba amigas a la casa, que era chica, y ellas iban porque estaba él y, aunque no tenían mucha plata y la mamá estaba siempre apurada, en la alacena había cajas de cereales de las mejores marcas. Las chicas se encerraban en el cuarto de Cami a probarse ropa y a veces correteaban en medias y bombacha del baño al living con los brazos cruzados sobre los botones de las tetas que empezaban a brotar. Esteban se hacía el que mantenía la vista fija en la tele pero después se mataba a pajas. No tocaba ningún instrumento, pero sabía bastante de tecno.
Esa noche en la casa de Mati no estaban Estela, la empleada, ni los padres, que se habían ido al country. Era un fin de semana largo y nosotros estábamos solos y nos sentíamos grandes. Quise cocinarles; la cocina estaba llena de ingredientes, y quería hacerles sentir que me necesitaban. Eso me daba una clase de poder sobre ellos que me hacía sentir bien. Les hice ravioles con crema. Abrimos unas cervezas que había en la heladera. Cuando se acabó la cerveza, Esteban quiso atacar la bodega de Rubén. Matías le decía que no bajito y con la cabeza, pero Esti se hacía el que no escuchaba nada y eligió la botella más cara.
Esa noche en lo de Mati fue especial. Muchas cosas pasaron por primera vez y nunca más volvieron a pasar. Matías, que todavía les tenía miedo a sus papás porque era hijo único y caía sobre él todo el peso de la ley, se negó al principio a abrir la botella de vino caro, pero poco después ya estaba completamente borracho. Así encorvado y con las uñas marfil sobre las teclas deslizó un Shostakovich como una baba; le colgaba y lo bamboleaba. Era una seda japonesa, como la de los foulards de la mamá que había en el perchero Thonet de la entrada, en violetas y verde esmeralda.
Nunca lo habíamos visto tocar, Esteban y yo. Esteban no sabía qué hacer con la emoción, y desde un almohadón enorme con espejos y bordados hindúes movía la pierna y esquivaba la mirada. Yo estaba hipnotizada, con un vaso en la mano que en cualquier momento caía por su propio peso. Después de la canción, de una época que desconocíamos en la mentalidad de Mati, nos sentimos mínimos en el espacio enorme del living de los Haber, y sentimos frío en una casa en la que siempre tenías calor. Nos refugiamos en la habitación.
El azul marino de la frazada de plush que cubría la cama se peinaba y despeinaba según pasaras la mano, y era un vicio hacerlo despacio para un lado y el contrario. Me arrodillé en el piso y empecé a acariciarla, y ellos se pusieron al costado, sobre la cama, con sus jeans también azules y borrachos, panza arriba, las braguetas algo infladas, pero con cuidado porque todavía tenían vasos en las manos. Nos los íbamos pasando y dejando marcas de besos que ni siquiera nos dábamos. La cama azul y ellos eran un cielo de tela que me abrigaba.
Le agarré el vaso a Esti que se le balanceaba y me caí un poco encima porque ahora el cielo era también un mar y ahí nos reímos todos, por la torpeza boba de querer tocarnos y no decirlo. Matías hacía el rol de preceptor, sólo porque era su casa y no quería que la alfombra se manchara o se quemara, porque el porro ya circulaba, pero al rato abandonó y se sumó a la pavada. Esti y yo ya jugábamos guerra de almohadas y Mati entró a defender nunca se supo si a mí o a él, quiero decir a sí mismo, de quedarse afuera. Y al rato estábamos en un lucha libre de toda violencia que no fuera la de estar teniendo sexo con la ropa puesta.
No era nuestra primera vez. Pero era la primera vez que tenía una experiencia sexual con interés y con afecto. Nos movíamos juntos, chocando y balanceándonos, como los perros del paseador; yo quería darles placer, pero no podía más de excitación. Había estado en un corral emocional todas las veces que habíamos compartido pizzas y cine y noches como esa pero sin esto. Me resultaba fácil, natural y triste, porque mientras pasaba sabía que no podía estar pasando, que no iba a volver a pasar.
Cuando terminamos algo que nunca pasó, porque todo quedó a medias y suspendido, la energía se nos había multiplicado y la sangre nos corría fuerte. Ahí fue cuando surgió la idea. Estaba claro que yo no iba a ser de nadie, pero que si uno podía ser mi dueño, después de la idea, era Esteban. Esteban no era de nadie. Mati había desarrollado desde chico esa dependencia cachorra de la aprobación de los demás.
Esteban no era alguien de quien se podía esperar una gran idea. Todo lo que hacía parecía destinado a vaciar su mente de ellas y eventualmente llenar sus bolsillos de dinero. No era que los chicos de la secundaria tradicional y politizada a la que íbamos no tuvieran acceso a la droga. Pero era una marihuana mala de origen paraguayo, adulterada con insecticida que tenía gusto amargo y dejaba un dolor de cabeza intenso. Esteban quería cosechar flores con aroma a limonada que provocaran viajes lisérgicos como el de “Lucy en el cielo con diamantes”.
Las plantas de Mati estaban carnosas, casi a punto caramelo de algodón: hinchadas, crocantes, dulces. Mati se tomaba su tiempo con ellas: de noche las metía en la bañadera de su baño en suite y las tapaba con la cortina de nylon azul opaco, y las dejaba toda la noche con la lamparita encendida, una lamparita potente que había comprado para ese propósito. Antes de salir para el colegio, por el bien de la planta y el suyo propio, la llevaba al balcón de su habitación, donde hasta las cuatro de la tarde pegaba el sol. Era un trayecto breve al que se había acostumbrado, una rutina que brindaba contención.
Las plantas habían crecido como hijas que se saben queridas y sonríen sin esfuerzo, y los padres de Mati hacían la vista gorda en parte por apreciar el empeño y porque ellos habían vivido su propio verano del amor y secretamente querían prolongarlo en las huestes, en su hijo. Mati era un buen agricultor. Esteban aportó unas bolsitas de cierre hermético que su mamá había comprado en cantidad en un arranque de emprendimiento, una vuelta que quiso vender aros chinos. No había usado muchas.
Lo primero era averiguar el sexo de las plantas. Las revisaron, rezando en voz alta que los preflores no tuvieran forma de pelota de rugby; no la tuvieron. Eran hembras. Todo iba bien, se sentían destinados. Matías era el fuerte en producción, Esteban en comercialización. Llevaron las bolsitas verde musgo al colegio y volaron. Esti iba todos los días a las casa de Mati y cosechaban, embalaban, repartían. Contaban la plata. Era fácil y exigido a la vez, un tren carguero sobre rieles aceitados. Una noche, mientras armaban las dosis, Mati le dijo a Esteban que en una revista de sus padres había leído que el trabajo más estresante era el de presidente. Después, el de dealer.
El balcón de Mati se había vuelto un jardín botánico. Para no perder el foco ni las ganancias, Esteban y Mati se habían prometido no fumar más. Yo fumaba tabaco para no comer y para no llorar. No podía parar de pensar que todo esto era un final. Fumaba sin descanso y comía chicle de frutilla en mini y camiseta. Me dejaban estar ahí, pero para ellos ya no existía. No fue estrategia pero me quedé callada observando cómo Matías y Esteban se iban poniendo más duros y más secos, se alejaban de la música y se acercaban al dinero. Lo contaban y repartían hasta los centavos más chicos, decían que así conservaban la amistad. Yo la amistad no la veía en ninguna parte y esa parte en la que repartían las monedas me daba un poco de asco. O era el tabaco.
Otra noche mientras ellos armaban las dosis encerrados en el cuarto de Mati, me fui a recorrer la casa. Entré a la suite de Lydia y Rubén, me metí en el baño. Ellos tenían una cena, habían dicho antes, y no iban a volver hasta tarde. El baño tenía una mesada de mármol color flan con dos lavamanos. Del lado de Rubén había espumas y lociones para después de afeitarse. El lado de Lydia era un Himalaya de cremas y perfumes densos en frascos azules y lilas. Todo olía bien y se apilaba en una instalación por la belleza.
Abrí un cajón y encontré mil blisters de psicofármacos. Pensé en tomarlos para que, si los chicos se daban cuenta de que yo no estaba fumando al lado de ellos, me vinieran a buscar y me encontraran tirada, con la mini arrugada en las caderas, las piernas ladeadas y un poco de tanga. Pero también pensé en chuparles la pija hasta que se me durmiera la boca como cuando el dentista me ponía xilocaína. Volví a la habitación y no hice nada más que tirarme a fumar otra vez. Me acuerdo que ese día ellos trabajaron como locos mientras yo fumaba y masticaba chicle hasta que se hizo de día; la habitación se llenó de luz y nos espantamos un poco al ver que Esteban era Esteban, Mati era Mati, yo era yo. Nosotros mismos, cansados, un poco perdidos.
No hizo falta casi nada para que el negocio se terminara. Un par de meses después pescaron a Lara y a Vera fumándose unas flores ácidas en el baño del sum, donde los chicos tímidos iban a forjar el carácter a contraturno en karate. Los padres de Mati tuvieron una charla con el rector; lo conocían del abono del Colón. Lydia y Rubén, pero sobre todo Lydia, eran personas muy persuasivas. A Esteban lo dejaron libre y lo pasaron a un colegio del barrio.
Cuando todo saltó, Rubén y Lydia secuestraron la caja fuerte que Mati guardaba en un cajón del modular. Había doce mil pesos. Los chicos se habían imaginado un futuro cercano con playas y chicas lindas, pero no habían tenido ni tiempo de disfrutar la fantasía. Aunque en el cuarto de Esteban ahora había una televisión plateada y grande y un video, un par de walkmans amarillos contra el agua, una consola con miles de juegos, y ropa cara acumulada en la silla como pieles de zorro muerto. Y el teléfono no paraba de sonar. Esteban siempre había sido popular, pero introvertido. Ahora atendía a todos con amabilidad y estaba cada vez más agresivo con su mamá. Ella trató de que no se supiera, pero en la habitación de Mati, cuando el negocio salió a la luz, la madre no encontró plata; en una caja había cocaína en cajitas de rollo para fotos y una nueve milímetros.
A Esteban no lo vimos más, tratábamos de no verlo, pedíamos para adentro que no estuviera en el kiosco o en la panadería. Cambiamos de lugares; estábamos casi todo el tiempo en la casa de Mati. A los padres de Mati los invitaban cada vez más a congresos y Estela terminaba de hacer sus cosas y se iba a la parroquia. Nos quedábamos horas, días, solos en los cientos de metros del departamento que era un horno, alfombrado, con olores fuertes.
Una noche, cuando ya había terminado quinto año, Mati y yo nos enredamos en una conversación eterna sobre el amor. Él dijo que el amor era suicida. Yo le conté todas las veces que había estado con chicos; como eran pocas, me acordaba al detalle. Confundía sexo, amor, evolución. Mientras hablábamos, me fui sacando la ropa, le dije que tenía calor y que seguro no le molestaba que me quedara en musculosa y bombacha. Yo hablaba y él no decía casi nada y pensaba en pasar una pierna encima de su pierna pero él no quiso que pasara nada, o no dio ninguna señal. Y seguimos así, mirando el cielo de la habitación, adornado con nubes de humedad a las que interpretamos como a tests de Rorschach. Hasta que nos quedamos callados y después dormidos y, cuando la luz de un auto pasó y barrió todo, pareció que se llevaba algo. Eran las cuatro de la madrugada; me levanté, me vestí y me fui.
A Matías no lo volví a ver. A Esteban lo vi pasar un día en el microcentro, pero crucé de vereda.